miércoles, 27 de mayo de 2009

El gran conejín


A veces no puedo evitar jugar con mi mente, sabiendo inclusive de antemano que voy a perder en forma inexorable. En ocasiones me pregunto como puede ser posible, por ejemplo, que el niño prodigio, el estudiante aplicado, el buen padre de familia, pueda repentinamente dejar en el olvido todo eso, dejar de ser el Dr. Jekyll, a quien sus pacientes y amigos respetan y admiran, y sorpresivamente convertirse en el peligroso Mr. Hyde por el solo hecho de estar presente en el lugar indicado, con la gente apropiada y en ese instante preciso. Claro que esto no es nada nuevo. No en vano el escocés Stevenson escribió la novela de este médico que por las noches se transformaba en una abominable criatura llamada Edward Hyde, quien cometía los más atroces crímenes. Stevenson, en forma exagerada aunque por cierto brillante, introducía a sus lectores el mundo de las personalidades duales, o lo que en la psiquiatría americana se conoce como "split personality". Si bien -como casi todo en la vida- ciertos rasgos de la personalidad son comunes y no considerados patológicos, esta delgada línea que divide lo 'normal' de lo 'anormal' es a veces difícil de trazar. Porqué esta introducción? Sencillamente porque es cuando ingreso en estas imprecisas fronteras que separan el bien de el mal, lo correcto de lo incorrecto, lo gratificado de lo castigado; es ahí cuando cada día me sorprendo más de nuestra existencia.

En un país no tan lejano, hace tiempo, y con protagonistas que no necesariamente existieron, una anécdota se hizo presente en mi imaginación. Una historia que si bien nunca ocurrió, podría ocurrir. Una fantasía en la cual ningún ser humano (que se digne de ser llamado tal) aceptaría haber participado. Una ficción que sólo se convierte en realidad cuando entro en esa nebulosa de fantasías y juegos perversos con los cuales mi memoria se funde con mi inconsciente tratando ambos de que una vez más, trace esa línea divisoria entre el bien y el mal..

La regata se había largado aquella mañana de Enero desde una conocida ciudad balnearia uruguaya. La competencia duraría gran parte del jornal, llegando ese mismo día de tarde y regresando el siguiente. El puerto de llegada, situado a unas cuantas millas al Norte, si bien por aquellos tiempos pretéritos no era tan turístico como en el presente, ya poseía un cierto atractivo, producto de estar rodeado por tan buenas playas como las de Punta, pero con una mucho menor densidad poblacional. El paraje era realmente hermoso y me resulta difícil definir objetivamente la causa. Quizás era el contraste de haber estado horas atrás en una urbe repleta de autos modernos, carteras Prada y lentes Versace, una ciudad en donde la presión de estar vestido impecablemente se hacia sentir desde el amanecer; y ahora por el contrario entrar en un pueblo con un tempo más lento, menos demandante, más apacible, en donde los únicos colores que sobresaltaban eran los de la naturaleza, en donde no se podían distinguir las marcas de las ropas en sus habitantes. Era como ingresar en el túnel del tiempo y transportarse unas cuantas décadas atrás, cuando la gente vivía sin apuro, cuando las urgencias estaban representadas por los fideos que se pasaban de cocción o el calefón que se apagaba mientras uno se duchaba despues de jugar toda la tarde al futbol con amigos.

En el poblado ese año, en una suerte de descampado cerca del puerto, y con propósito de agasajar a los sedientos participantes de la regata que venían con el ritmo "Moby Dick" en sus venas, se había organizado una suerte de asado de bienvenida. La tarde, realmente digna de ser retratada y el viento del Este que había calmado no sin antes arrastrar con él la alta temperatura agobiante, ayudaban a que la digestion fuera menos lenta. Unas cuantas mesas improvisadas a la ligera, pero bien provistas de cervezas y anécdotas de la regata, sumado a otros cuentos que de por si hubieran resultado aburridísimos al ser narrados en otra situación temporoespacial, entretenían a este grupo de personajes quienes trataban con esmero bajar de frecuencia y dejarse llevar por la paz reinante en la atmósfera. Era aún muy temprano para pensar en la noche, pero muy tarde para algún plan diurno alternativo, lo cual indefectiblemente dejaba tácita la posibilidad de entregarse al ocio; algo que en determinadas circunstancias puede ser extremadamente peligroso, puesto que como un viejo amigo alguna vez dijo, "El ocio genera pelotudez".

A unos cuantos metros de donde se festejaba esta hermosa sobremesa de jóvenes deportistas transcurría otra reunión, la cual nada tenia que ver con la regata. Lo que ocurría era algo mágico. No recuerdo si se trataba de una colonia de vacaciones, un cumpleaños infantil, o una Kermesse local; lo cierto es que un centenar de niños, acompañados en su mayoría por sus respectivos padres, se acomodaban en una especie de precario teatro al aire libre. Las caras de juguetería no eran sólo las de los niños; muchos padres también estaban felices al poder compartir junto a sus hijos tan preciado evento rebozante de paz, amor y camaradería. El escenario era una tarima hecha de madera barata y liviana, la cual se elevaba unos cuantos centímetros por encima de las cabezas del publico. En él, una escenografilla construida seguramente por gente no dedicada al arte, pretendía simular una suerte de granja idílica, en donde hombres y mujeres de distintas edades disfrazados de animalitos, jugaban y realizaban las clásicas tareas rurales. Si la memoria no me engaña, uno de los protagonistas era una suerte de conejo gigante, al cual los demás llamaban "el gran conejín". Este simpático animalito, de movimientos torpes, pero al mismo tiempo afeminados, pregonaba lo ejemplar y gratificante que resultaba el trabajo en la granja, la buena relación con los amigos, el respeto al prójimo, y todas esas demás buenas costumbres las cuales suelen ser parte de nuestra escencia mientras transitamos la juventud, y que se van extinguiendo lentamente a medida que uno va curtiendo su piel al ser expuesta en forma persistente a esa suerte de maratón cotidiana que algunos llaman vida.

Los demás animalitos de la obra asentían y aplaudían cada vez que el obsoleto roedor hacia tal o cual tarea, o mencionaba tal o cual frase, entonando una canción también improvisada que decía algo así como "Que lindas las mañanas del gran conejín, todas los días nos riega el jardín". Con el correr de las horas, la reiterativa canción sonaba cada vez más aburrida y desafinada, el pelotudo conejo más amanerado y hasta casi insoportable, y los padres como que ya cansaban al repetir los entupidos estribillos generados por esta suerte de frustrados actores. "Que lindas las mañanas del gran conejín, todos los días nos riega el jardín", una y otra vez, cada escasos minutos. Lo que al principio parecía un acto bondadoso, repleto de afecto y ternura, se iba transformando de a poco en una farsa cursi, cuasi insultante para todo oído que durante los últimos días había estado expuesto las 24 hs al Rock & Roll, House music y Reggae.

No hacía falta tener mucha imaginación para entender que al no haber ningún otro tipo de atractivo en varias millas a la redonda, y siendo la única alternativa volver al barco a tomar mates o dormir hasta la noche (la cual no prometía más que una cena tranquila en algún restaurante improvisado), la gente de a poco iría acercándose al escenario, como premeditando la idea de que con cierta modificación sutil, el ridículo numero infantil se podría llegar a convertir en algo un poco más entretenido. Es sumamente interesante observar como el ser humano, ante una situación sin posibilidad de escape (o en este caso menos dramático, sin otro atractivo presente alrededor), decide hacerse cargo de la situación reinante, y modificarla a su conveniencia de tal forma que cumpla con los requisitos básicos que él demanda en ese momento. Esta conducta, que a primeras parece tan obvia, es nada más ni nada menos (por cierto en menor escala) la premisa detonante de eventos ulteriores responsables de casi todas las catástrofes que se conocen en la historia de la humanidad.

Al principio las familias espectadoras sonreían al ver a estos jóvenes sentarse a sus alrededores. Hasta creo que los movimientos de los paupérrimos actores mejoraron sustancialmente al alucinar que el aumento del público se debía a un legitimo reconocimiento de sus dotes actorales. Lo que comenzó con risas sutiles y prosiguió con carcajadas algo prolongadas para lo esperado por ciertas escenas, fue de a poco tomando matices más sombríos, tonos menos familiares, sabores agrios. Algo difícil de explicar flotaba en el ambiente y anunciaba que aquel tranquilo paraíso había dejado de ser tal para convertirse en la antesala del infierno. La vigesimoquinta vez que el público comenzó a entonar la maldita canción "que linda las mañanas del gran conejín..", los ya ebrios tripulantes terminaron la estrofa agregando al unísono .."todos los días se traga el balín". A partir de ese instante, los únicos lucidos fueron los padres que, poseedores de una gran visión futurista, decidieron rápidamente retirarse con sus hijos del evento. El resto de los presentes, quienes ya sea por pretender ser más complacientes o simplemente por descuido, decidieron prolongar su estadía en el pequeño ágape, fueron espectadores esa tarde de algo que se solía practicar en la antigua Roma.

El teatro nació hace siglos con el pueblo, quien históricamente cumplía la función de público espectador, el que a su vez representa lo que se conoce en actuación como "la cuarta pared" del escenario. Desde sus inicios, este público fue tradicionalmente ignorado-por así decirlo- por los actores quienes siempre se concentraban en su obra, sin importar lo que ocurriese fuera del escenario. No voy a entrar en detalles acerca de las causas que llevaron a la caída del imperio Romano puesto que -lejos de ser yo un experto en el tema- generaría controversias que están más allá de las intenciones de esta narrativa. Solo a manera ilustrativa y con fines meramente comparativos, recordaré que fue el mismo emperador de Roma, a quien ese "ocio creativo" (el mismo que genera pelotudez!) por el que estaba invadido lo impulsó a ahondar en nuevas vías de divertimento para su gente. El efecto sólo transitorio que tuvo la participación directa del pueblo en las obras teatrales (derrumbamiento metafórico de la cuarta pared), culminó con lo que se conoce como el circo romano, en donde los actores terminaron siendo victimas del mismo pueblo. Siglos después, a miles de kilómetros de distancia, y en proporciones muchísimo más pequeñas, estábamos a punto de presenciar en minutos, lo que en otros tiempos a la historia le llevó décadas lograr.

-"Que lindas las mañanas del gran conejín, el trolo de mierda se traga el balín". Creo que esa fue la última vez que oímos el ya no tan obsoleto estribillo. Como Marabuntas hambrientas, el grupete de inadaptados trepó al precario escenario y decidió al unísono que había que satisfacer al emperador (?) y tomar parte en la obra. Los novatos actores trataban de ignorar el hecho de que la cuarta pared había sido derribada, y que ahora eran ellos los que estaban en el circo romano, a merced de los leones. En escasos segundos, el escenario comenzó a fracturarse, las precarias columnas y adornos a derrumbarse, y en sólo un instante la granja, los leones, el pueblo y por sobretodo el pelotudo conejón se hundieron quedando tapados por pedazos de madera rotos y baratos adornos de papel creppe. Los padres presentes corrían a tomar a sus hijos en brazos y abandonaban el predio desesperados. Los actores, con una mezcla de frustración e indignación, se retiraban también, aunque a paso más lento del área. Los únicos que trataban de proseguir con la obra -por cierto ya sutilmente modificada-, era esta barra de inadaptados quienes pretendían dar forma a algo que ya no la tenia. Estrofas como -Conejoooo, no tenes aguanteeee, conejoooo, sos un vigilanteeee!!- o peor aún - Conejo conejoria, agarrame esta zanahoria- anunciaban el inminente final del espectáculo, la cual había quedado a merced de unos pocos desaforados quienes se esforzaban por poner en escena una suerte de orgía/violación de lo que quedaba del disfraz de conejín.

Un dia después, todo había quedado en el olvido. La nueva Roma con sus impecables habitantes vestidos por Prada y Versace daban la bienvenida nuevamente a este grupo de Dres. Jekyll quienes cuales emperadores regresaban victoriosos de la última regata del campeonato y se preparaban para retornar a la rutina luego de lo que había sido una semana de divertimento y regocijo. Conejín, la antigua Roma, y por sobretodo Mr. Hyde, habían quedado sepultados en aquel ya lejano verano, el cual se haría presente en forma cíclica a manera de anécdota lejana, en alguna que otra reunión de amigos, ya cuando el vino y otros cuentos son reemplazados nuevamente por el ocio.

OC, Mayo de 2009

2 comentarios:

un fenomeno la tía dijo...

Osky, en www.pfdb2.com.ar estan haciendo un concurso literario de cuentos náuticos. No nos prives de tu talento! jajaja abrazo

Anónimo dijo...

Que hijos de p..... Siempre me sorprenden sus anécdotas. Muy bueno. Juani.